-Es
imposible que recuerdes algo así. Ni siquiera sabes de lo que hablas- sentencia
mi hermano.
Mamá
abraza mis hombros con cariño, y percibo que asiente con la cabeza. Mi padre,
que sale en ese momento a la terraza con la sopera, murmura algo ininteligible
y probablemente también asiente, envuelto por una vaporosa nube de calabaza,
clavo y nata. Incluso la vieja Duna, la que por tantos caminos me ha guiado,
parece confirmar con un aullido lastimero sus palabras. La brisa trae
repentinamente una delicada esencia de mar.
Cuando
los pies se detuvieron, aquellas dos manchas de color, redondas y con borde de
suave seda, desaparecieron engullidas por mi oscuridad.
Sonrío
a mi hermano mientras acaricio las manos de mi madre. Un golpe de viento,
rotundo y poderoso, nos sumerge de nuevo en aromas de olas, algas y sal.
Sentado
en un banco de madera, tranquilizo a mi joven labrador, inquieta ante el
estruendo de aquella horrible banda. Alquilar un patio junto a la playa para la
fiesta de fin de estudios ha sido una buena idea. Con suerte, Pablo y los suyos
se harán pronto con el escenario y volveremos a disfrutar de la música.
Expira
el ruido de las guitarras y decenas de voces se apelmazan en el aire. Un sinfín
de pies se dirigen al trote hacia los tablones que, sobre unos caballetes,
hacen de barra. Pasan quince minutos, y las cuerdas de Pablo acompañan a Laura,
que comienza a entonar "Blue Moon".
Le siguen unos cuantos clásicos, aunque pocas pisadas retumban en la pista. Las
olas mecen aquel jazz prácticamente olvidado y lo adornan con su fragancia, que
se adueña de la pista casi vacía.
Mi
perra se alza y noto un golpe en mi hombro, casi una caricia.
-¿Quieres
bailar?- pregunta una voz que reconozco como la de Alicia.
Me
levanto sin decir nada. No es necesario atar a Duna, no se moverá de ahí. Una
mano fría me agarra, y nos alejamos despacio. Deduzco que salimos del patio,
aunque seguimos lo suficientemente cerca para escuchar los inicios de "Cheek to cheek".
-Es la
última. Pablo y Laura siempre acaban con ésta-.
Alicia
no dice nada. Cuando termina la canción, seguimos bailando en silencio. En este
recodo de arena, entre la playa y los muros encalados del patio, el espíritu
del mar excita los sentidos con mayor intensidad. Entonces aparecen dos manchas
redondas, con borde de suave seda, que, por sorpresa, no son oscuras como
el resto del universo. Primero, diminutas como la cabeza de un alfiler. Poco a
poco, se engrandecen, hasta adquirir el tamaño de una moneda de peseta. Me río
nervioso, mientras mis pies siguen el compás de los de Alicia. ¿Tienen...color?
¿Manchas de color?¿No simples destellos?
-Alicia...tus
ojos...¿son de agua?
-¿Cómo?
-Tus
ojos...son de agua, ¿verdad?
-Sí...son
de agua- susurra varios segundos después, mientras su cabeza sigue apoyada en mi
pecho.