Acostado, me gusta mirarla en
noches como esta. La pálida tierra me abraza, y sonrío pensando en los incontables
fragmentos que quedarán, minúsculos, adheridos a mis ropas. La claridad tizna
de plata las hojas que, mecidas por una brisa salina, me devuelven el eco de
lejanas palabras:
– Tu colegio, la casa, el
viñedo... Todo esto era mar hasta que, hace muchos años, cayó un trocito de
luna y entonces adivinó que, aquí sí, podría dar vida –dijo el abuelo al nieto.
Con su grave voz, el anciano acostumbraba a narrar fantasías mientras,
pacientemente, pelaba manzanas, abría un melón o troceaba una sandía. Después,
mojaba el último pedazo en su copa y, con un guiño lleno de complicidad, lo
deslizaba entre mis dedos. En mi boca, una intensa y adulta punzada de hierba y
frutos secos se entremezclaba con la dulce textura de la fruta.
Ahora es mi padre quien, con
disimulo, hace llegar a Sara el postre humedecido en vino de Jerez. Yo finjo no
enterarme, tratando de imitar aquellos rostros sin arrugas que seguían hablando
de sol, racimos y mosto.
Miro al cielo y pienso que pocas cosas han cambiado en este trocito de luna.