-¡Fuego!
La voz
del coronel acostumbraba a retumbar cuando alguna orden huía de su garganta.
Esta vez quedó amortiguada en el mismo instante en el que, al unísono, tronaron
cuatro fusiles. El estruendo de las armas sí resonó en nuestros oídos, ahogando
el sonido del cuerpo que, a plomo, cayó sobre la hierba mojada.
Durante
más de tres meses, yo había estado vigilándolo. Pero no sólo fui su carcelero:
limpiaba sus heridas, vendándolas mañana y noche, cocinaba para él y,
durante sus paseos matinales, me encargaba de adecentar el barracón que era su
celda. Era yo quien retiraba cada ocho o nueve días los libros leídos, y quien
seleccionaba los que podía leer. Mientras tanto, él se mostraba sereno y
educado en todo momento. Tan sólo en una ocasión le vi perder la compostura: la
tercera semana, cuando confundí su libro de notas con el viejo Robinson Crusoe del coronel. Ante mi
asombro, un certero y violento golpe en la muñeca me hizo soltarlo. Su rostro
estaba encendido como las brasas. El mío no tardó en sonrojarse.
"[...sin saberlo. Esta mañana me sorprendió con
Waverley y El Libro de Apuntes de Geoffrey Crayon, y escapó de la estancia
escoltado por Gulliver y Robinson. Tuve que mostrarme severo con él, debido a
una incómoda distracción que hubiera supuesto la pérdida de mi más preciado
tesoro (en caso de salir vivo de aquí, mis anotaciones nos ayudarán en la zona
montañosa). Sólo cambió el color de su tez, persistiendo el desánimo perpetuo
en su mirada. Mañana me disculparé por mi arrebato. ¿Qué clase de ejército de
niños nos han puesto enfrente? Algunas noches lo he escuchado llorar tras el
grueso portón. No creo que tarden en enviarlo a casa o a la muerte. En cuanto a
sus superiores, la mayoría sigue tratándome con respeto, y dispongo ciertos
privilegios materiales y de actuación, de acuerdo al rango que saben que
ostento. He podido...]".
Con el
cuello ensangrentado y vendajes amarillentos y rosáceos por todo el cuerpo. Así
apareció por primera vez en el campamento. La manta que cubría su torso estaba
llena de agujeros, barro y hierbajos de los que se adhieren a la ropa e irritan
la piel. No sé cuántos bichos morirían cuando quemamos aquellos harapos, aunque
imagino que no fueron pocos. Nuestro coronel lo recibió con aires marciales y
el uniforme de gala. Fue entonces cuando deduje que se trataba de alguien
importante, a pesar de su lamentable aspecto. Con evidentes gestos de dolor, el
recién llegado se cuadró, devolviendo el saludo militar. No volví a cruzármelo
hasta la mañana siguiente. Vestía uno de nuestros uniformes, aunque desprovisto
de nuestra bandera y sin ningún tipo de galones. Un gesto más que delataba su
posición en el ejército enemigo. Mostraba una horrible herida abierta en el
mentón y cojeaba notablemente, pero su aspecto ya no hacía pensar en un próximo
entierro. La sensación de cansancio se entremezclaba con una sobria elegancia
que se adivinaba innata.
"[...reír. A lo largo de estas semanas lo he ido
conociendo. Es mucho mayor de lo que aparenta, lo cual ha tranquilizado mi
conciencia (aunque jocosamente sigo refiriéndome a él como niño carcelero).
Algunos días jugamos al ajedrez, y en mi tablero imaginario queda reflejada una
personalidad algo anárquica, que le obliga a alternar jugadas casi suicidas con
defensas extremas de sus piezas más valiosas. Pese a que pueda sonar extraño,
creo que me he convertido en su cordón umbilical con la vida; la auténtica, la
que está ahí fuera. Me ha preguntado por nuestras ciudades, nuestros libros,
nuestro gobierno. Tras...]".
Pasaba
la mayor parte de su tiempo tumbado en la cama, sonriente y con los ojos
abiertos. No parecía ni tan siquiera sentirse preso. Miraba el techo de madera,
aunque es evidente que no es lo que veía. Allí dibujaba sus estrategias, sus
deseos, sus sueños...quizás también a su familia. ¿Estaba casado, tenía hijos?
Nada habló de su vida familiar. Su imaginación también trazaba cuadros blancos
y negros sobre las bastas vigas, donde rabiosos peones saqueaban altas torres y
el rey devoraba caballos sin cesar.
"[...desde dentro. Las conversaciones con el niño
carcelero se están convirtiendo en parte de mi rutina. Cada día, tras el
almuerzo, dedicamos algo más de una hora a divagar sobre la vida. Al principio
era esquivo a cualquier charla pero, poco a poco, he conseguido que vaya abriéndose
a mi voz. Realmente, las diferencias en nuestro modo de pensar responden más a
razones de edad que de bando. Creo que la presencia de una barrera física en
forma de pared le permite bajar la guardia y hablar con mayor sinceridad. No
hay miedo en sus reflexiones, sólo tristeza y añoranza. No sé cuánto tardará en
rechazar su uniforme, si la guadaña no se lo impide. Asimismo,...]".
El
interior de la celda transmitía una extraña sensación de tranquilidad. En el
polvoriento piso, junto a la entrada, reposaban los libros que semanas antes le
había llevado. A estos tres volúmenes se les sumaba otro ejemplar, que
permanecía con humilde dignidad sobre ellos. El aire olía a tierra húmeda, a
humo, a sudor. Ante mis ojos, el techo volvía a ser lo que siempre había sido,
y entre sus huecos, densas telarañas esperaban la perdición de algún insecto
despistado. La cama era demasiado dura, y pude notar cómo las briznas secas,
apelmazadas bajo la tela que hacía de sábana, punzaban toda mi piel. Entonces,
quise dibujar una reina. Cuando escuché el primer aviso de corneta, logré ver
cómo una hermosa mariposa se enredaba entre los grises hilos. Raudo, me puse
las botas y corrí hacia el exterior.
-¡Carguen!-
bramó el coronel luciendo de nuevo su uniforme de gala.
Aquel
día, los preparativos en el campamento se sucedían con un ritmo incansable, y
hacía un rato que la corneta había sonado por tercera y última vez. La lluvia
caía sin ninguna consideración y de su uniforme escurría un agua sucia. La
bolsa de arpillera, jaspeada de manchas oscuras, cubría su cabeza, mientras una
gruesa soga le tensaba los brazos hacia atrás, clavándose en sus muñecas.
"[...
supe que dentro de cinco días seré
ejecutado. Me han convertido en una cifra para futuros tratados de Historia,
para placas de bronce en cada centenario, para monolitos de granito. ¿Ha tenido
sentido todo esto? No lo sé. Probablemente, ni siquiera el tiempo, cuando ni
ganadores ni perdedores dicten ya las leyes, será capaz de responder.]".
-¡Apunten!
Me
encontré como el hombre que, ateo por convicción, es obligado a ejercer de
testigo en sagrada ceremonia. El sacrificio del enemigo, su muerte por tu
vida. Un ritual transmitido de padres a hijos, y que resultaba totalmente ajeno
a mi persona. Ni orgullo ni rabia. Tampoco sentí pena por él. No la merecía,
tenía el aspecto de haber elegido su vida. La fría lluvia se apropió del humo
y, con delicadeza, lavó la sangre de la hierba.