Se
desgarraba mi corazón de once años cada vez que aquella canción sombría arañaba
el aire. ¿Por qué tan triste? Luego esa misma voz, a veces cavernosa y a veces
de tiovivo pero siempre en blanco y negro, nos cantaba un tiempo que los
menores de veinte no podíamos conocer. Bien, ya nos vengaríamos cuando llegase
el momento. Aunque entonces ni siquiera
lo entendíamos, le pondríamos remedio.
No
se trataba de una cruz de neón en el mapa como en la película de Wenders. Aquí,
la coma caía por su propio peso, y se alzaba un guión que todo lo transformaba
en trayecto. Largo. Largo. Largo como solo para un niño podia ser largo. Y por
allí corrían y vagaban comediantes, sin embargos, quiénes y aniversarios. Ella,
lei, she. Y la callada quietud de una llorosa Venecia.
Tiempo
después coaguló el ansia de (falsa) intelectualidad, que tan gratos suspiros
trajo, y con ella llegó aquel pianista, siempre en negro y blanco, que acababa por hundirse en la nieve ;
que seguía mostrando la sonrisa triste de quien estando se resistía mentalmente
a hacerlo. Casi como en un sueño buñueliano, Boby Lapointe le arrebataba el
instante ofreciéndole un (falso) momento de paz: Frambroise, nacida antibesa y Françoise,
negociaba físicas ventajas en Angers.
Bailes y bandas aparte, todas esas imágenes
eran puro artefacto, prótesis ilusorias que, a pesar de su belleza, se
mostraban incapaces de remplazar el recuerdo infantil de júbilo, de baile, y de
esa espesa e innecesaria tristeza. De cuando uno de los secretos fatales de la
vida nos fue desvelado: el de la mortalidad de las madres.
Fotograma de "Tirez sur le pianiste", de François Truffaut (1960)