Sé que
me observáis. Que analizáis cada uno de mis movimientos. Sé que grabáis mis
palabras, que estudiáis los tonos y también las pausas que las encadenan. Que
incluso, de alguna manera que desconozco, os adentráis en mis pensamientos.
Aquí dentro, un zumbido me impide pensar con nitidez. Lo percibo más con el
cerebro que con los oídos. Quizás por ello no consigue disimular algunas de las
voces que esporádicamente se escuchan. Me aletarga, a pesar de ser intenso e
irregular. Por el contrario, la luz es continua. Luz...continua. Luz,
continua...blanca. Luz, continua, blanca...cegadora. Me gustaba jugar a aquello
con mi hermano pequeño, aunque el pobre se rendía normalmente antes del noveno
adjetivo. Sé que jamás volveré a verlo. ¿Estará en estos momentos en la
panadería? Ignoro si seguirán existiendo aquel cuándo y aquel dónde. Quedan tan
lejanos...De cómo he llegado hasta este lugar, no tengo ninguna duda. Encerrar
a un tipo confundido y errante como yo no parece difícil. Me veis como un loco.
Me confundís con un loco. Y la locura puede ser contagiosa, sobre todo, en
tiempos difíciles.
Cuántos
de aquellos locos no lo habían sido en realidad, nadie lo sabría. No me refiero
a los que salían en los sucesos del periódico, ni a los que tantas veces
abrieron el telediario. Hablo de locos cotidianos e inocentes, sin crímenes que
moldear entre sus manos. De locos oficiales y no sólo oficiosos. Del anciano
que relataba con fervor cómo había vencido en Trafalgar a unos estirados
ingleses. De la mujer con las manos empapadas que cada lunes, puntualmente,
daba las gracias por haber escapado de la malvada sota de bastos. Ahora me he
convertido en uno de ellos. En el hombre que cuenta que vino del pasado, el que
se durmió una noche cualquiera para despertar muchos años después. ¿Cincuenta?
¿Sesenta? Los pocos días que vagué ahí afuera apenas me dieron información al
respecto. Podrían haber transcurrido treinta, cien, o trescientos. Una
tranquilidad infantil me embargó cuando comprobé que seguía en San Sebastián:
la silueta de aquel mordisco de mar, custodiado por Santa Clara, era
inconfundible. El aire era más ácido, y podía sentir cómo, muy lentamente,
resecaba mis ojos y curtía mi garganta. La luz diurna era anaranjada, como
estancada en un eterno atardecer. De alguna manera, poseía cierta belleza. De
noche, todo era oscuridad absoluta: ni faros, ni luna, ni estrellas.
En
aquellos tres días, apenas me crucé con una veintena de personas, lo que me
hizo intuir pasos interiores entre edificios colindantes, así como túneles subterráneos
entre los distintos bloques. Cómo habían conseguido que no se les inundaran,
era un misterio para mí. En los muros no había puertas, y jamás llegué a
adivinar cómo penetrar en los inmuebles. Detrás de los grandes ventanales, la
mayoría enmarcados en verde, blanco o azul, se veían miradas tristes, todas
ellas en rostros uniformemente juveniles. Me observaban con curiosidad, tanto
las almas enclaustradas como las pocas que deambulaban por el exterior. No
conseguí extraerles ninguna respuesta, ningún movimiento que confirmara o
negara mis hipótesis convertidas en preguntas. Mi fallida curiosidad se
entremezclaba con la suya, sordomuda y con porte de vigía. Vestían con jirones
de antiguas prendas, que, remendados, formaban algo parecido a túnicas: una amalgama
de pana, cuero, lana, nylon y seda. Ni rastro de la moda que la ciencia ficción
y las pasarelas habían creído anticipar.
Durante
aquellas interminables jornadas no comí nada, vagabundeando en busca de
referencias con las que tranquilizar mi mente. Encontré calles y avenidas allí
donde las recordaba, invadidas por malas hierbas que brotaban de entre el
agrietado asfalto. En cambio, las estatuas que adornaban cada parque, cruce o
rotonda habían escapado de aquel paisaje inanimado. En cuanto a los edificios,
pude reconocerlos en su mayoría, a pesar de la generalizada decrepitud que se
había adueñado de la ciudad. Sin embargo, habían desaparecido todos los
oficiales, orgullo de la vieja Donostia, así como catedrales e iglesias. Allí
donde antaño se habían alzado, tan sólo pude ver solares cubiertos de arena,
delimitados por verjas oxidadas. Cuando llegué al barrio de Zubieta, sobre un
enorme borrón de cemento y cal, el metálico 17 seguía marcando lo que había
sido mi hogar. Noté una punzada en el corazón, acompañada de un golpe seco.
Deduzco
que soy un delirio peligroso para vosotros. Cerrar los ojos una noche de 1994 y
abrirlos una mañana de algún siglo posterior, escapa a vuestra razón. O,
quizás, simplemente no encaja en vuestro sistema. La posibilidad de un paseo a
través del tiempo, aun de manera involuntaria, tiene que haber incomodado a
alguien. Comienzo a pensar como aquellos dementes: teorías de extrañas
conspiraciones y manías persecutorias. Tal vez, el viejo mercenario o la
lunática de la baraja no estaban tan locos. Me asusta pensar que, tal vez,
nunca existieron.
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