El impacto de 120 kilos de
carne humana embutidos en Dior silenciaron un grito. Tras una espera envuelta
en denso polvo, cuatro ojos atinaron a ver, desde la séptima planta de aquel
edificio en construcción, los restos de Roberto Mori. Había caído con el
rostro hacia arriba, como buscando una respuesta en la lejana silueta que
aquellos dos hombres dibujaban.
-Ha sido excesivo, Mario.
Con el disparo en la rodilla habría bastado.
-Lo siento, Señor. Pero
pensé que ese cabrón iba a sacar la pistola. No sería la primera vez que...
-¿No te caía bien, verdad,
Mario?
Bajó la mirada, temiendo
que el viejo notara suspicacia en sus ojos.
-Apenas le conocía, Señor.
Además, recuerde lo que dicen, si hay herida de bala, que pare el corazón.
-Cuanto daño nos ha hecho
el cine a todos, Mario.
Durante unos largos
minutos, ninguno de los dos dijo nada. Se limitaron a mirar hacia el ruinoso
pueblo. Los adultos hablaban del cielo y de fútbol, y los niños daban patadas
al balón. La vida allí transcurría tranquila, excepto en época de vendimia.
Entonces, los carros circulaban tirados por mulas que, hastiadas, empleaban su
rabo a modo de matamoscas contra los
innumerables tábanos que cada verano invadían la región. Durante el
período que transcurría entre el primer y el último racimo, la fuente de la
plaza principal arrojaba vino por uno de sus cuatro grifos. Era un vino
descolorido, ácido y de poca calidad, pero poco importaba si suavizaba el duro
período de vendimia. No, ningún aldeano haría preguntas. El nuevo casino no molestaría
a nadie, la capital quedaba lejos y los poderes locales habían demostrado ya su
lealtad. Sólo Roberto había sucumbido a la avaricia.
-Jodidos políticos
ambiciosos. En fin, Mario, hecho está. A ti te toca recoger el paquetito de ahí
abajo. Por favor, la próxima vez, intenta contar hasta diez antes de tocar
hierro. Ahora tendremos que repetir todos los trámites con el nuevo concejal.
Que no se repita.
-Por supuesto, Señor. No
se repetirá.
-Seamos prácticos. Llama a
Andrea, el informático. Que borre todos los documentos que nos relacionen con
Mori. En la última inspección de los europeos, casi nos pescan. Así que
déjale claro que nada de darle al botón de eliminar ni de papeleras de
reciclaje. Limpieza a fondo del disco duro, archivos, fotos, cuentas...que no
quede nada.
-Piero, Señor. Se llama
Piero.
-Lo que sea. Oye, sólo
déjale claro, no nos dejes sin informático. Este parece de los buenos, de
momento ha sido discreto...y a ti te noto algo nervioso últimamente. Así que no
te emociones.
-No se inquiete, Señor.
Últimamente no acabo de dormir bien.
-No importa. Volviendo a
Mori, ¿sabes donde vivía?
Esta vez más que recelo
sintió un miedo frío. ¿Le estaba tanteando?
-Claro, Señor. Tengo los
datos de todos los trabajadores de la empresa, asociados y autónomos- dijo
sonriendo nerviosamente, buscando algún gesto de complicidad donde agarrarse.
-Pues entonces, los envíos
anónimos habituales. Corona de flores y anillo para la viuda. Diamantes, nada
de bisutería. Trabajaba para nosotros y no somos ratas napolitanas. ¿Podrás
hacerlo sin que corra sangre?
-Por supuesto, Señor. Los
trámites habituales cuando alguien causa baja en la empresa- dijo con voz
firme. -¿Enviarle?- se dijo Mario a sí mismo- Si el viejo piensa que esto ha
sido un impulso, es que está perdiendo facultades. Esta noche, yo mismo le
pondré el anillo a la viuda mientras le quito la falda en la cama del difunto.
El anciano, finalmente,
forzó una sonrió. Después de todo, gracias a Mario disfrutaría de una Anita
totalmente libre a partir de ese día.