Dejó el corcho sobre el mantel y se sirvió una copa de vino. Con sobriedad,
sin ningún tipo de ceremonias ni aparejos de cristal. Le gustaba contemplar la
etiqueta mientras la botella permanecía sólidamente erguida y aún no era un verde
fantasma de vidrio. No era la información, un caso como tantos otros de entintada
inutilidad. Era la belleza que alguna de ellas conseguía transmitir, activando
su curiosidad mucho antes de que el resto de sus sentidos fueran despertados.
En los casos más extremos, el ansia aniquilaba su expectación, arrancándole
interrogantes del pecho y bajando su centro de gravedad a algún lugar entre su
estómago y su útero. Una ansiedad que le devoraba por dentro como un animal con
garras que fisgoneara entre los resquicios de sus células. El jaguar rebelde y
oculto, con un colmillo ensangrentado y el otro goteando bilis, que se alzaba
victorioso frente a una curiosidad hecha jirones. Aquel 29 de noviembre había conseguido
domarlo, a diferencia de lo que solía ocurrir antes de la primera visita al
doctor. Quizás ahí radicaba la explicación a su todo. Ahora, era tarde para
buscarla.
Abandonó la cocina sin prisa, con la triste seguridad de que nadie tocaría su
copa llena. Permanecería allí, junto a la botella, esperándola para complacerla
en un trío inanimado y patético. Se mezclarían sal y astringencia, agua de mar,
alcohol de farmacia tabernera y aún más sal. Sería el único fluido derramado sobre
el estricto luto que le envolvía. Subió las escaleras, cuyo pasamanos ya lucía
engalanado de espumillón rojo y oro. Desde el pasillo superior, que se abría al
salón en forma de mirador, observó el pequeño abeto de navidad. No más de un
metro de árbol, bastión infranqueable donde se amotinaba el espíritu de las navidades
pasadas. Podía ver de nuevo a su marido con aspecto joven, atractivo, sin
aquellas malditas manchas en la piel. Respirando. Podía ver de nuevo a su hijo
como el alegre niño que fue. Escuchaba aquella risa que, con el tiempo, murió asfixiada
por un fango plomizo, amalgama de cenizas de padre y llanto maternal de
madrugada. Resultaba irónico pensar que lo vería por última vez como una
proyección de su mente, el denso espectro de un chiquillo de apenas 6 años. Cuando
abra la puerta el 24 de diciembre, encontrará la casa como hace años, impoluta
y en perfecto estado de revisión, sin rastro de morfina en las esquinas. El
único reproche será un árbol seco que confirmará, a modo de lápida, la muerte
del perverso espíritu navideño.
Entró en su dormitorio y empezó a desvestirse. Era un otoño frío, pero disfrutaba
con la intensa sensación que le producían cientos de agujas imaginarias sobre
sus músculos en rigidez. Se tendió sobre el edredón de tonos tostados que él
había escogido. Una sonrisa se perfiló en su rostro: era el color de su perro
labrador, el que le acompañó durante toda la infancia. Comenzó a calentar su
cuerpo, primero con suaves abrazos, que esparcieron la sonrisa a cada uno de
sus poros. Luego, sus manos temblaron sobre su piel más delicada. Tocando. Apretando.
Acariciando. La escarcha que le cubría alma y cuerpo se evaporaba. Hacía
aquello raramente, no por vergüenza ni creencias, sino por falta de ganas. No
obstante, la ocasión lo merecía: sería su última vez, su adiós. Cuando terminó,
se dio una ducha de agua caliente, se puso el vestido rojo que tanto les
gustaba, y bajó las escaleras.
Disfrutó de la primera copa de vino, espaciando cada sorbo, diseccionando
aromas. Al percatarse de que el mantel ya asomaba al fondo, volvió a llenarla.
Esta vez, el trago fue apresurado e inquieto, casi como el del asqueroso jarabe
que obligan a tomar cada ocho horas. Supo que era el momento exacto de escribir
aquella carta. Antes, no habría tenido el valor. Después, estaría demasiado
borracha o demasiado muerta. Y entonces, con la serenidad del reo en la víspera
de horca, cogió la pluma. Con la carta esperando bajo el abeto y la botella vacía
sobre la mesa, salió a la noche para desaparecer y ya nadie volvió nunca a
verla.
Aquel 24 de diciembre, Miguel entró en casa de su madre. En medio de la
oscuridad, la lamparilla iluminaba los pies de un árbol, que buscaban un hogar entre
la arcilla. Sonrió al comprobar que, aunque no era el más bonito, por fin se
había animado a ponerlo. Llamó. Llamó por segunda vez, pero la única respuesta
fue un escalofrío en la luz. Se acercó a ella, respetuoso. Una botella tumbada
y vacía servía de apoyo al sobre en el que, con caligrafía de las de antes, vio
escrito su nombre. La luz tiritó de nuevo cuando Miguel rasgó aquel sobre y
siguió estremeciéndose mientras era despojado de su contenido. Algo perplejo, el
hijo leyó entonces una hermosa y sencilla carta de despedida. Y con lágrimas en
los ojos, supo que aquel sería el mejor regalo de navidad de toda su vida.
The Magpie. Monet, 1868-1869.