Con el
paso firme y la mirada fija en lo que quedaba del campanario. Ningún gesto,
ningún movimiento superfluo. Así cruzó la enlutada figura frente a él.
Pausadamente, cogió su sombrero y lo alzó apenas unos centímetros:
-Buenos días, señorita. Un hermoso día, ¿no es cierto?
Martina
no se detuvo, ni siquiera redujo el paso.
-¿Desde cuándo no son rojas las flores en esta ciudad?- insistió él.
Aquellos
pies descalzos quedaron clavados. Estática durante unos segundos interminables,
Martina acabó por girarse, la mirada más altiva si cabe. Fijándola en los ojos
del hombre, escupió al polvo de un camino repleto de hormigas que,
de manera marcial, desfilaban en tiempos de guerra. Mantuvo su mirada, volvió a
escupir sobre uno de los minúsculos batallones y, sin decir una sola palabra,
siguió su camino.
-Zorra orgullosa...algún día será mía- pensó
sin dejar de mirar la oscura cadencia de Martina alejándose.
-No deberías haber hecho eso. Al menos, no dos veces- le recriminó el padre Guillermo. A pesar
de la cobarde ambigüedad pontificia, el clérigo quedaba fuera de cualquier
sospecha de colaboracionismo. Martina, finalmente, bajó los ojos. Sabía que el
padre tenía razón. Desde que Italia entró en liza, aquel hombre había sabido
ganarse a los alemanes. Primero fueron pequeños favores; detalles nada
comprometedores para un país que, si bien pertenecía al Eje, siempre mostró
recelo frente a la arrogancia del Reich: unas imposibles botellas de barolo,
cestos de queso, la inocente traducción de documentos oficiales...Les siguieron
los relatos de la historia de cada familia, la entrega de algún cotizado chisme
o la de ajados mapas geológicos del valle. La única voz que protestó fue la del
maestro Mangiaterra, quien pareció suicidarse en la laguna a las pocas semanas.
Después comenzaron a desaparecer libros de familia de la parroquia, albaranes e
instrumental de la clínica. Fue cuando empezaron sus paseos nocturnos y
abandonó su pequeño local de cerrajería.
A
partir de entonces, murmullos privados: era el único en Borgonero que tenía
para fumar, el único con todos los dientes (dos de auténtico oro aparecieron en
su boca el mismo último día que se vio a Gennaro Fumagalli), el único con agua
de colonia y puños blancos. Muchas fueron las madrugadas que Zappa se lo
encontró en mangas de camisa, oliendo a cognac del caro y con pálidas mujeres
de indudable origen y ocupación.
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