27/2/16

El Relato del 27: La ciénaga

Cuando alguien lea estas líneas, mi cuerpo descansará bajo tierra. Habrá transcurrido el tiempo suficiente para que a nadie pueda avergonzar la narración de estos acontecimientos, acaecidos en el año de 1884 en la Inglaterra de Su Graciosa Majestad la Reina Victoria, que Dios guarde en su gloria. Seré breve, no queriéndome apropiar del valioso tiempo de quien lee mis palabras.

Me encontraba en Dartmoor esperando noticias de Holmes, quien seguía en Londres con el caso de las Siete Urracas. Desde mi llegada, dedicaba tres horas diarias a recorrer el páramo de Devonshire, siempre que no hubiera bruma. Provisto de gorra campera, traje de lana y sobretodo por debajo de las rodillas, tomaba mi bastón y salía en busca de alguna pista que me resguardara de la soberbia de Holmes. Seguramente, en esos momentos estaría tirado junto a la chimenea, deleitándose en su egolatría y disfrutando de su cocaína diluida. La convicción que yo tenía de su genialidad no me impedía vislumbrar la fatídica realidad: no desearía una convivencia similar ni al peor de mis enemigos. Lo que en un principio había sido un buen pacto para minimizar los efectos de mi bancarrota, se había convertido en un auténtico infierno en la tierra. Mención aparte de una acusada adicción a la droga, de unos hábitos musicales noctámbulos y del perpetuo humo de su pipa, sus maneras humillantes frente a mí habían ido in crescendo desde que nos mudamos al 221-B de Baker Street. Los episodios de presuntuosidad se intercalaban con unas horribles depresiones (fruto evidente del consumo del mencionado narcótico), que le tornaban irascible al caer la noche.

Las horas transcurrían lentas en el páramo. Según caía el sol, el frío atacaba con más profusión y, ante su crueldad, mi vetusto abrigo era incapaz de protegerme. Bajo el mismo, los mordiscos del tiempo se reflejaban en las zonas desgastadas de mi traje, allí donde la lana era tan sólo el recuerdo de un pasado esplendoroso. Únicamente mantenía caliente la cabeza gracias a la gorra que, en su generosidad, el último de los Baskerville había visto a bien prestarme. Aquellos largos paseos me sirvieron para pensar en mi situación actual: soltero, compartiendo piso a mis 32 años de edad, medio tullido del brazo izquierdo y prácticamente arruinado. ¿De verdad me importaba la suerte de aquel heredero venido del otro lado del Atlántico? Desde hacía algunos meses, la tentación de caer al otro lado de la ley y sacar provecho a todo lo aprendido con Holmes me había rondado la cabeza. Los inútiles de Scotland Yard habían demostrado que no eran ellos el escollo a franquear.

Holmes llegó al cabo de siete días, considerando oportuno acompañarme en mi sexta caminata. Marchábamos por el camino de turba que bordeaba la ciénaga, buscando alguna pista que nos llevara a encontrar al diabólico ser del que todo el mundo hablaba. En una de las ocasiones en las que Holmes se agachó, noté un escalofrío. Era la oportunidad de acabar con mi gran escollo: nadie en cinco millas a la redonda, con Holmes inclinado y dándome la espalda, confiado. Un bastonazo certero en la nuca, quizás dos...Acabaría mi vida tal y como la conocía, pasando a una mejor existencia con sólo utilizar un poco de ingenio.

Por suerte o por desgracia, no me atreví. No me enorgullezco de aquel pensamiento que, durante unos segundos, cegó mi raciocinio. La vergüenza de lo que aquel instante representa me persiguió el resto de mis días. Holmes siguió confiando en mí. Jamás supo que, durante unos segundos, el que fue su mejor y único amigo estuvo apunto de asesinarlo a sangre fría.


"Taking up a glowing cinder with the tongs." Illustration by Sidney Paget, from 1892.

No hay comentarios:

Publicar un comentario