Cuando
alguien lea estas líneas, mi cuerpo descansará bajo tierra. Habrá transcurrido
el tiempo suficiente para que a nadie pueda avergonzar la narración de estos
acontecimientos, acaecidos en el año de 1884 en la Inglaterra de Su Graciosa
Majestad la Reina Victoria, que Dios guarde en su gloria. Seré breve, no
queriéndome apropiar del valioso tiempo de quien lee mis palabras.
Me
encontraba en Dartmoor esperando noticias de Holmes, quien seguía en Londres
con el caso de las Siete Urracas. Desde mi llegada, dedicaba tres horas diarias
a recorrer el páramo de Devonshire, siempre que no hubiera bruma. Provisto de
gorra campera, traje de lana y sobretodo por debajo de las rodillas, tomaba mi
bastón y salía en busca de alguna pista que me resguardara de la soberbia de
Holmes. Seguramente, en esos momentos estaría tirado junto a la chimenea,
deleitándose en su egolatría y disfrutando de su cocaína diluida. La convicción
que yo tenía de su genialidad no me impedía vislumbrar la fatídica realidad: no
desearía una convivencia similar ni al peor de mis enemigos. Lo que en un
principio había sido un buen pacto para minimizar los efectos de mi bancarrota,
se había convertido en un auténtico infierno en la tierra. Mención aparte de
una acusada adicción a la droga, de unos hábitos musicales noctámbulos y del
perpetuo humo de su pipa, sus maneras humillantes frente a mí habían ido in crescendo desde que nos mudamos al
221-B de Baker Street. Los episodios de presuntuosidad se intercalaban con unas
horribles depresiones (fruto evidente del consumo del mencionado narcótico),
que le tornaban irascible al caer la noche.
Las
horas transcurrían lentas en el páramo. Según caía el sol, el frío atacaba con
más profusión y, ante su crueldad, mi vetusto abrigo era incapaz de protegerme.
Bajo el mismo, los mordiscos del tiempo se reflejaban en las zonas desgastadas
de mi traje, allí donde la lana era tan sólo el recuerdo de un pasado
esplendoroso. Únicamente mantenía caliente la cabeza gracias a la gorra que, en
su generosidad, el último de los Baskerville había visto a bien prestarme.
Aquellos largos paseos me sirvieron para pensar en mi situación actual:
soltero, compartiendo piso a mis 32 años de edad, medio tullido del brazo
izquierdo y prácticamente arruinado. ¿De verdad me importaba la suerte de aquel
heredero venido del otro lado del Atlántico? Desde hacía algunos meses, la
tentación de caer al otro lado de la ley y sacar provecho a todo lo aprendido
con Holmes me había rondado la cabeza. Los inútiles de Scotland Yard habían
demostrado que no eran ellos el escollo a franquear.
Holmes
llegó al cabo de siete días, considerando oportuno acompañarme en mi sexta
caminata. Marchábamos por el camino de turba que bordeaba la ciénaga, buscando
alguna pista que nos llevara a encontrar al diabólico ser del que todo el mundo
hablaba. En una de las ocasiones en las que Holmes se agachó, noté un
escalofrío. Era la oportunidad de acabar con mi gran escollo: nadie en cinco
millas a la redonda, con Holmes inclinado y dándome la espalda, confiado. Un
bastonazo certero en la nuca, quizás dos...Acabaría mi vida tal y como la
conocía, pasando a una mejor existencia con sólo utilizar un poco de ingenio.
Por
suerte o por desgracia, no me atreví. No me enorgullezco de aquel pensamiento
que, durante unos segundos, cegó mi raciocinio. La vergüenza de lo que aquel
instante representa me persiguió el resto de mis días. Holmes siguió confiando
en mí. Jamás supo que, durante unos segundos, el que fue su mejor y único amigo
estuvo apunto de asesinarlo a sangre fría.
"Taking up a glowing cinder with the tongs." Illustration by Sidney Paget, from 1892.
"Taking up a glowing cinder with the tongs." Illustration by Sidney Paget, from 1892.
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