27/10/15

El Relato del 27: Noches de viento sin luna

De espesa sangre en tonos plomizos, el hombro derecho cargado de obsesiones y torcidos los huesos del izquierdo por el azote de continuas depresiones. La mirada, perdida en los ojos y nítida en el alma. Los años, cerrados en un círculo de número exacto. Así son los nacidos en noches de viento y sin luna. Tres puestas de sol evitaron que protagonizara aquella leyenda de viejas arrugadas. Mamá sonrió cuando palpó mis menudos hombros, comprobando que ambos estaban en su sitio y sin ningún atisbo de malformación. Tras las  reiteradas promesas del doctor de que mi peso se correspondía con mi talla, mamá rió durante varios minutos. O, al menos, eso dicen mis tías que pasó. En cuanto a mi manera de mirar, no hubo manera de comprobar si, aun con los párpados entrecerrados, era capaz de captar algo más que los movimientos y colores que inundaban la habitación. La familia de mi madre, supersticiosa como todas las de aquel maldito pueblo entre pastos, no se dejó tranquilizar por tres noches de más o de menos.

Mi memoria vio la luz algunos años más tarde, durante una calurosa tarde de mayo. Ese mes comenzaban los veranos; a partir de entonces, mis pequeños tesoros, depositados minuciosamente dentro de una desgastada bolsa de deporte, esperaban el largo viaje hacia tierras navarras. Recuerdo los objetos, aunque jamás supe la procedencia de la mayoría de ellos: el peluche de un niño indio con su osezno, un frasco de agua de colonia, el libro de animales de la montaña y también el de los astronautas, un llavero de madera y, en el bolsillo del lateral, los caramelos de café y piñones que mi abuela, a escondidas, me había dado a lo largo de todo aquel año. Sabía que aún faltaban mil o dos mil días para que mi padre nos llevara al pueblo, pero me deleitaba mirando aquella bolsa, meditando si había sido un ahorrador de caramelos lo suficientemente previsor. Todo este ritual se repitió con exactitud durante años, justo hasta que mi abuela murió.

Aquella noche vieron un perro negro frente el portón trasero, el del establo. Sentado sobre sus patas traseras, no tuvo la paciencia de esperarla hasta las primeras luces del alba y desapareció muchas horas antes en la oscuridad. Eso es lo que, al menos, cuentan mis tías. Quizás por culpa de aquella impaciencia mi abuela no encontrara el buen camino. Este pensamiento me acompañó muchos años, durante los cuales una pequeña linterna sustituyó a los caramelos de café y piñones en el bolsillo lateral. Cada año, cuando la verbena de la Virgen de agosto, un rayo salía desde la mesita, iluminando la tupida cortina del fondo a partir de la 1:30, tras sonar mi reloj calculadora. Algunos restos de claridad traspasaban las sábanas bajo las que me sumergía, allí donde el sueño acababa por vencer a la excitación. El año de la sequía, el resplandor se apagó antes de que mis ojos se cerraran, y pude escuchar el aullido de un perro. Segundos más tarde, una sombra de mujer cruzó la habitación, saliendo a través de las cortinas a una noche de viento y luna nueva. Los ojos del alma no engañan. Al fin y al cabo, ¿qué son tres noches de más o de menos? 


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