27/1/16

El Relato del 27: Gravedad

Lo había matado ella. La falsa complicidad que atribuía a aquella niña de rizos le había servido para aliviar el continuo roce de la verdad. Un bálsamo que ella misma había elaborado como placebo y autoengaño, y que acabó por diluirse con el tiempo. Su eficiencia se plasmaba en la herida ya cauterizada, convertida en piel reseca y piedra. Únicamente quedaba una cicatriz interior, invisible a las acusadoras miradas en peligro de extinción. Miradas de lobo envueltas en ávidas sonrisas de cordero. Intuía que los pocos que aún quedaban de aquella época prejuzgaban su infancia, condenando su vida. Tan sólo había sido el acto de una mocosa mimada y sobreprotegida. No le dolía, aunque todavía notaba cómo la más mínima sensación de mareo hacía palpitar su incorpórea cicatriz. ¿Sintió vértigo aquel día? En todo caso, los celos se impusieron sobre cualquier acto reflejo. La envidia infantil había devenido en rabia. A su alrededor, sólo manchas difusas. Manchas verdes de pino. Manchas alargadas de azul, confundiéndose entre las verdes, rayadas todas ellas. Manchas de cuero y tierra, que oscilaban frente a ella...que eran parte de ella. Manchas veloces que se entremezclaban, indefinidas, blanquecinas. A su izquierda, nítida, aquella niña de rizos miraba al frente. Impertérrita, casi pasmada, la niña de rizos reía sin ningún tipo de pudor, sin ser consciente de su existencia. La niña reía con una especie de aullido, su piel de lobo para recubrir esa mirada ovina, inanimada, hacia el infinito. Ella comenzó entonces a chillar a su abuelo: -Alto, abuelo...alto. El columpio de la niña nítida quería liberarse, mataría a Newton, la manzana quedaría eternamente podrida y levitando en el aire. Una respiración acompasada se fundía entre alaridos y quejas. Los bramidos de la desconocida cebaban su ansia de victoria en aquella imaginaria competición. Su garganta aumentó el ritmo de sus chillidos: -¡Más alto, más alto abuelo! Las manchas oscuras que eran sus zapatos jamás alcanzarían la altura de aquellos nítidos pies descalzos. -¡Más, abuelo...más alto...mucho más alto! Pronto, unos jadeos irregulares se alzaron en  aquella chirriante partitura, intentando seguir el compás. Pero ella no escuchaba, no sentía. Ni siquiera había ya manchas. No veía más que aquellos pies que perseguía en el aire. -¡Más alto, abuelo...más alto, abuelo...mucho, mucho más alto, abuelo! Entonces, los jadeos se elevaron por encima de voces, dedos y zapatos. Sonó un golpe seco, Newton resucitaba, la manzana recuperaba su tersura. Después, todo fue silencio.


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