Lo
había matado ella. La falsa complicidad que atribuía a aquella niña de rizos le
había servido para aliviar el continuo roce de la verdad. Un bálsamo que ella
misma había elaborado como placebo y autoengaño, y que acabó por diluirse con
el tiempo. Su eficiencia se plasmaba en la herida ya cauterizada, convertida en
piel reseca y piedra. Únicamente quedaba una cicatriz interior, invisible a las
acusadoras miradas en peligro de extinción. Miradas de lobo envueltas en ávidas
sonrisas de cordero. Intuía que los pocos que aún quedaban de aquella época
prejuzgaban su infancia, condenando su vida. Tan sólo había sido el acto de una
mocosa mimada y sobreprotegida. No le dolía, aunque todavía notaba cómo la más
mínima sensación de mareo hacía palpitar su incorpórea cicatriz. ¿Sintió
vértigo aquel día? En todo caso, los celos se impusieron sobre cualquier acto
reflejo. La envidia infantil había devenido en rabia. A su alrededor, sólo
manchas difusas. Manchas verdes de pino. Manchas alargadas de azul,
confundiéndose entre las verdes, rayadas todas ellas. Manchas de cuero y
tierra, que oscilaban frente a ella...que eran parte de ella. Manchas veloces
que se entremezclaban, indefinidas, blanquecinas. A su izquierda, nítida,
aquella niña de rizos miraba al frente. Impertérrita, casi pasmada, la niña de
rizos reía sin ningún tipo de pudor, sin ser consciente de su existencia. La
niña reía con una especie de aullido, su piel de lobo para recubrir esa mirada
ovina, inanimada, hacia el infinito. Ella comenzó entonces a chillar a su
abuelo: -Alto, abuelo...alto. El columpio de la niña nítida quería liberarse,
mataría a Newton, la manzana quedaría eternamente podrida y levitando en el
aire. Una respiración acompasada se fundía entre alaridos y quejas. Los
bramidos de la desconocida cebaban su ansia de victoria en aquella imaginaria
competición. Su garganta aumentó el ritmo de sus chillidos: -¡Más alto, más
alto abuelo! Las manchas oscuras que eran sus zapatos jamás alcanzarían la
altura de aquellos nítidos pies descalzos. -¡Más, abuelo...más alto...mucho más
alto! Pronto, unos jadeos irregulares se alzaron en aquella chirriante partitura, intentando
seguir el compás. Pero ella no escuchaba, no sentía. Ni siquiera había ya manchas.
No veía más que aquellos pies que perseguía en el aire. -¡Más alto,
abuelo...más alto, abuelo...mucho, mucho más alto, abuelo! Entonces, los jadeos
se elevaron por encima de voces, dedos y zapatos. Sonó un golpe seco, Newton
resucitaba, la manzana recuperaba su tersura. Después, todo fue silencio.
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