Visitamos a un amigo en Antibes: quebequés, con un cierto aire
estrambótico, risa contagiosa, carácter entrañable y más tímido de lo que osaría
reconocer. Recorremos las calles del
centro histórico, medieval y sembrado de tiendecitas: artesanos, domadores de
barro, tela y hierro, sopladores de vidrio y carceleros de aromas en cera. Rodeamos
su fuerte, nos dejamos azotar el rostro por un viento azul y salino, y tras el
momento del café, nos deslumbra un flúor verde manzana ácida, verde
luminiscente como algunas algas químicamente faroleras o como esos
ratones-juguetes de los alquimistas del ADN. Ahí está, el templo del hada verde.
Es más fácil sentir a toda
esa corte mágica en los cambios de luz, cuando la noche pasa a día o el día
pasa a noche. También hay que tener la mente abierta y algo adormecida; no lo
intenten sin imaginación, sin una cierta inocencia, o sin esa pizca de somnolencia.
Los dueños del local son una pareja de cierta edad: ella con falda vaporosa
y de aires románticos: flores blancas sobre fondo granate y azabache; él
instalado en su chaleco de cuero con motivos Harley-Davidson y de estricto
negro. Habladores, sonrientes y generosos. Nos trasladan con su verbo a otros
tiempos, contándonos historias de prohibiciones, ensoñaciones, vinateros
enfurecidos, diluciones, terroncillos, chimeneas de destilación, gendarmes
complacientes de nariz sonrojada, alcoholes infinitos, fontanas, alquimias de cucharillas,
vasodilataciones…y todo envuelto en polvo esmeralda.
Parece que una copa de
licor ayuda a ver la sombra del duende o el revoloteo del hada, aunque sean
difuminados. Con dos copas, se conoce que su aparición es nítida y corpórea, para
regocijo de quienes los esperan, para terror de quienes jamás creyeron en su
existencia. Con tres copas...con tres copas no hay nada que hacer: se
divertirán con usted confundiéndole de algún modo u otro.
Descansa una fontana repleta de agua glacial sobre nuestra mesita,
donde una mujer vestida de art-nouveau ofrece una copa con bordes de plata a unos dedos invisibles de uñas largas y gélidas. El ritual nos reconforta, y de la nada aparecen
unos sombreros sobre nuestras cabezas, que bien es sabido es de mala educación,
y hasta puede dar mal fario, beber absenta con la cabeza descubierta. Una
institutriz viajante en el RMS Olympic repiquetea el suelo con su botín. Caen gotas (que son casi un chorro)
sobre el azucarillo, fundiéndolo en frío y endulzando el elixir de ninfa, que
pierde fuerza y se hace apto para el ordinario mortal. Un marinero de
principios de siglo y un mariscal del ejército austro-húngaro se entretienen en cerrar y abrir los grifos huérfanos ya de dulce. Nos deleitamos en
diferentes tipos de absenta, comparando sus matices, descubriendo parte de la
jerarquía del mundo mágico, explorando grises traslúcidos y lechosos y blancos níveos,
sucios, o nacarados. Una oriental propietaria de la lavandería de la esquina le
da la mano a un cowboy sin malicia.
No se molesten si
estiran de sus bigotes y barbas, bostezan dentro de sus orejas, suspiran sobre
su escote o sienten unas cosquillas que hacen bailar los dedillos de sus pies. Y,
si lo hacen, no se lo hagan ver. Aprecian el buen humor y la complicidad y, si
aceptan sus diversiones, puede que durante las siguientes semanas una serie de
buenas noticias les vayan despertando de su sopor subyugante.
Mientras se vacía el cristal, comenzamos a discernir diminutos brillos que,
a pares, danzan en los rincones, bajo las mesillas, tras los carteles y
reflejados en el espejo de la barra. Una extraña musiquilla acompasa nuestras risas. Inconfundible, decidimos que es el momento de abandonar,
respetuosamente, el mundo feérico. No conviene abusar de su hospitalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario