25/1/16

Más allá del vino: La Muse Verte

Cada vez menos gente cree en el mundo feérico, ese de las gentes menudas, a veces diáfanas, siempre risueñas (para nuestro bien o nuestro mal) y que, pese a todo, no dejan de observarnos agazapadas en sus huecos, ocultas entre los helechos o, aunque no lo creamos, tras la alta lámpara de papel, esa del dormitorio que fue nuestra última adquisición en los almacenes que vinieron del frío.

Visitamos a un amigo en Antibes: quebequés, con un cierto aire estrambótico, risa contagiosa, carácter entrañable y más tímido de lo que osaría reconocer.  Recorremos las calles del centro histórico, medieval y sembrado de tiendecitas: artesanos, domadores de barro, tela y hierro, sopladores de vidrio y carceleros de aromas en cera. Rodeamos su fuerte, nos dejamos azotar el rostro por un viento azul y salino, y tras el momento del café, nos deslumbra un flúor verde manzana ácida, verde luminiscente como algunas algas químicamente faroleras o como esos ratones-juguetes de los alquimistas del ADN. Ahí está, el templo del hada verde.

Es más fácil sentir a toda esa corte mágica en los cambios de luz, cuando la noche pasa a día o el día pasa a noche. También hay que tener la mente abierta y algo adormecida; no lo intenten sin imaginación, sin una cierta inocencia, o sin esa pizca de somnolencia.

Los dueños del local son una pareja de cierta edad: ella con falda vaporosa y de aires románticos: flores blancas sobre fondo granate y azabache; él instalado en su chaleco de cuero con motivos Harley-Davidson y de estricto negro. Habladores, sonrientes y generosos. Nos trasladan con su verbo a otros tiempos, contándonos historias de prohibiciones, ensoñaciones, vinateros enfurecidos, diluciones, terroncillos, chimeneas de destilación, gendarmes complacientes de nariz sonrojada, alcoholes infinitos, fontanas, alquimias de cucharillas, vasodilataciones…y todo envuelto en polvo esmeralda.

Parece que una copa de licor ayuda a ver la sombra del duende o el revoloteo del hada, aunque sean difuminados. Con dos copas, se conoce que su aparición es nítida y corpórea, para regocijo de quienes los esperan, para terror de quienes jamás creyeron en su existencia. Con tres copas...con tres copas no hay nada que hacer: se divertirán con usted confundiéndole de algún modo u otro. 

Descansa una fontana repleta de agua glacial sobre nuestra mesita, donde una mujer vestida de art-nouveau ofrece una copa con bordes de plata a unos dedos invisibles de uñas largas y gélidas. El ritual nos reconforta, y de la nada aparecen unos sombreros sobre nuestras cabezas, que bien es sabido es de mala educación, y hasta puede dar mal fario, beber absenta con la cabeza descubierta. Una institutriz viajante en el RMS Olympic repiquetea el suelo con su botín. Caen gotas (que son casi un chorro) sobre el azucarillo, fundiéndolo en frío y endulzando el elixir de ninfa, que pierde fuerza y se hace apto para el ordinario mortal. Un marinero de principios de siglo y un mariscal del ejército austro-húngaro se entretienen en cerrar y abrir los grifos huérfanos ya de dulce. Nos deleitamos en diferentes tipos de absenta, comparando sus matices, descubriendo parte de la jerarquía del mundo mágico, explorando grises traslúcidos y lechosos y blancos níveos, sucios, o nacarados. Una oriental propietaria de la lavandería de la esquina le da la mano a un cowboy sin malicia.

No se molesten si estiran de sus bigotes y barbas, bostezan dentro de sus orejas, suspiran sobre su escote o sienten unas cosquillas que hacen bailar los dedillos de sus pies. Y, si lo hacen, no se lo hagan ver. Aprecian el buen humor y la complicidad y, si aceptan sus diversiones, puede que durante las siguientes semanas una serie de buenas noticias les vayan despertando de su sopor subyugante.

Mientras se vacía el cristal, comenzamos a discernir diminutos brillos que, a pares, danzan en los rincones, bajo las mesillas, tras los carteles y reflejados en el espejo de la barra. Una extraña musiquilla acompasa nuestras risas. Inconfundible, decidimos que es el momento de abandonar, respetuosamente, el mundo feérico. No conviene abusar de su hospitalidad.





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